¿Prohibido despedir?


El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha sido el último en pronunciarse sobre la supuesta “prohibición de despedir” en vigor durante la declaración del estado de alarma. Y como ya hiciera antes el TSJ de Madrid, concluye que estos despidos deben ser considerados improcedentes, pero no nulos

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El pasado 27 de marzo de 2020, transcurrido un mes desde la declaración primigenia del estado de alarma como consecuencia de la expansión de la Covid-19, entraba en vigor el Real Decreto-Ley 9/2020, el segundo de los reales decretos con medidas excepcionales destinadas a combatir los efectos de la pandemia. Este real decreto-ley incluía, entre otras medidas, lo que la prensa e incluso fuentes gubernamentales señalaron como la pretendida prohibición de despedir por causas vinculadas al impacto del coronavirus y las limitaciones impuestas a la actividad de las empresas.

Concretamente, el artículo 2 del RDL 9/2020 afirmaba que la fuerza mayor y las causas económicas, técnicas, organizativas y de producción en las que se amparan las medidas de suspensión de contratos y reducción de jornada previstas en los artículos 22 y 23 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, no se podrán entender como justificativas de la extinción del contrato de trabajo ni del despido”.

Desde el mismo momento de su entrada en vigor, el redactado de la norma fue objeto de discusión y debate respecto cómo debía interpretarse la afirmación “no se podrán entender como justificativas” y cuáles debían ser las consecuencias jurídicas de esta falta de justificación. Una duda razonable puesto que, mientras que desde el gobierno se hablaba de una “prohibición” de despedir, lo cierto es que la norma sólo decía que estos despidos no estarían justificados y nuestro ordenamiento laboral califica los despidos sin causa o sin justificación como improcedentes, pero no como nulos. Así, la calificación de improcedente eleva la cuantía indemnizatoria pero no comporta, salvo que la empresa así lo decida, la readmisión de la persona despedida en su puesto de trabajo. Por contra, la nulidad del despido sí implica la reincorporación del trabajador o trabajadora a su puesto de trabajo previo al despido. Por tanto, en opinión de muchos juristas, la nulidad del despido es la única medida ajustada a la voluntad expresada por el legislador en el preámbulo de la norma, de impedir que las empresas utilizaran la pandemia “para introducir medidas traumáticas en relación al empleo” y, en cambio, optaran por “medidas temporales, que son las que, en definitiva, mejor responden a una situación coyuntural como la actual”.

¿El texto o el espíritu de la norma?

Pues ahí radica la cuestión. Es evidente que declarar la improcedencia de un despido nada tiene que ver con su prohibición, simplemente lo hace algo más oneroso para la empresa. Tan evidente como que nada hubiera costado explicitar que los despidos que se pretendieran fundamentar sobre las mismas causas que hubieran justificado la presentación de un expediente temporal de regulación de empleo debían ser anulados. Pero no se ha hecho y la consecuencia de esta indefinición es la disparidad de criterios exhibidos por los diferentes tribunales. Hasta la fecha, los juzgados sociales del Estado han dictado en primera instancia 29 sentencias que abordan la cuestión. En su inmensa mayoría, los juzgados han optado por declarar la improcedencia de los despidos analizados. Así ha sido en 23 ocasiones. La nulidad del despido ha sido la opción seguida por 3 juzgados y en otras 3 sentencias se han propuesto soluciones distintas: en un caso declarar el despido como ajustado a derecho porque la prohibición contravendría la legislación comunitaria y en dos ocasiones, por imponer sanciones adicionales al coste de la indemnización por despido improcedente para alcanzar el efecto disuasorio que, según estos magistrados, persigue la “prohibición” de despedir.

Y en la segunda instancia, tampoco encontramos mayor uniformidad de criterio. El primer tribunal superior de justicia en abordar el tema fue el de la Comunidad de Madrid. Su conclusión fue que estos despidos eran improcedentes por carecer de justificación, según la norma aprobada en marzo. Con posterioridad, en febrero de este mismo año, el que se pronunció fue el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. En esta ocasión, el despido se consideró nulo alegando que la improcedencia contraviene “la clara voluntad de legislador de impedir los despidos”. El último en sumarse a la lista ha sido el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que se alinea con la tesis del TSJM y declara el despido improcedente por el hecho de que “no se prevé por la norma excepcional una expresa prohibición de despedir”.

Interesantes votos particulares

Ni tan siquiera en el seno del propio TSJC existe un criterio único de valoración sobre la cuestión. Así lo demuestra que la sentencia incluya tres votos particulares discrepantes que suscriben hasta nueve magistrados del pleno de la sala social, donde se argumenta que los despidos por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción relacionadas con el COVID-19 deben ser declarados nulos. A criterio de los jueces disidentes respecto el sentir mayoritario, los despidos deben ser anulados porque de otro modo no se daría respuesta “al mandato imperativo e inexcusable en favor de las medidas de flexibilidad interna” favorecidas e impulsadas por el gobierno para evitar la destrucción de ocupación. Además, añaden que en este caso particular, donde la causa del despido era disciplinaria por disminución voluntaria del rendimiento sin aportar ninguna justificación que lo acreditara, el hecho de ocultar la afectación de la pandemia como causa real del despido vulneraba gravemente el derecho de defensa del trabajador afectado.

Desgraciadamente, cada vez es más evidente que la supuesta prohibición de despedir no ha conseguido disuadir a las empresas de anteponer la adopción de medidas temporales por delante del despido. Algo que muchos ya temíamos cuando comprobamos la imprecisión de la norma aprobada, su poca concreción y la falta de voluntad exhibida por el gobierno a la hora de corregir las dudas de los tribunales, sobre cómo aplicar una medida que ha resultado ser más efectiva para cosechar titulares grandilocuentes que para impedir la destrucción de puestos de trabajo.

Esperemos que el Tribunal Supremo resuelva pronto el recurso anunciado contra la sentencia del TSJC y establezca un criterio interpretativo que contribuya a paliar el actual galimatías hermenéutico. A nuestro entender, y en sintonía con el sentido del voto particular de la sentencia que emite el magistrado Joan Agustí Maragall el mencionado RD 9/2020, aunque imperfecto en su redacción, adquiere la condición de norma imperativa en su propósito de evitar que la reacción empresarial ante las dificultades de toda índole provocadas por la pandemia sea la extinción de puestos de trabaj. Se trata de una norma excepcional, de alcance temporal limitado e inserta en un contexto más amplio de medidas extraordinarias (incluidas ayudas económicas y exoneraciones de la obligación de pago de cuotas y otras aportaciones empresariales) que entendemos de obligado seguimiento. En este sentido, cabe recordar que nuestro ordenamiento jurídico señala que los actos contrarios a una norma imperativa comportan la plena nulidad del acto. Y esta nulidad no se materializa a través de la calificación de improcedencia del despido sin causa sino que únicamente se alcanza mediante la nulidad del propio despido.

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El pasado 27 de marzo de 2020, transcurrido un mes desde la declaración primigenia del estado de alarma como consecuencia de la expansión de la Covid-19, entraba en vigor el Real Decreto-Ley 9/2020, el segundo de los reales decretos con medidas excepcionales destinadas a combatir los efectos de la pandemia. Este real decreto-ley incluía, entre otras medidas, lo que la prensa e incluso fuentes gubernamentales señalaron como la pretendida prohibición de despedir por causas vinculadas al impacto del coronavirus y las limitaciones impuestas a la actividad de las empresas.

Concretamente, el artículo 2 del RDL 9/2020 afirmaba que la fuerza mayor y las causas económicas, técnicas, organizativas y de producción en las que se amparan las medidas de suspensión de contratos y reducción de jornada previstas en los artículos 22 y 23 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, no se podrán entender como justificativas de la extinción del contrato de trabajo ni del despido”.

Desde el mismo momento de su entrada en vigor, el redactado de la norma fue objeto de discusión y debate respecto cómo debía interpretarse la afirmación “no se podrán entender como justificativas” y cuáles debían ser las consecuencias jurídicas de esta falta de justificación. Una duda razonable puesto que, mientras que desde el gobierno se hablaba de una “prohibición” de despedir, lo cierto es que la norma sólo decía que estos despidos no estarían justificados y nuestro ordenamiento laboral califica los despidos sin causa o sin justificación como improcedentes, pero no como nulos. Así, la calificación de improcedente eleva la cuantía indemnizatoria pero no comporta, salvo que la empresa así lo decida, la readmisión de la persona despedida en su puesto de trabajo. Por contra, la nulidad del despido sí implica la reincorporación del trabajador o trabajadora a su puesto de trabajo previo al despido. Por tanto, en opinión de muchos juristas, la nulidad del despido es la única medida ajustada a la voluntad expresada por el legislador en el preámbulo de la norma, de impedir que las empresas utilizaran la pandemia “para introducir medidas traumáticas en relación al empleo” y, en cambio, optaran por “medidas temporales, que son las que, en definitiva, mejor responden a una situación coyuntural como la actual”.

¿El texto o el espíritu de la norma?

Pues ahí radica la cuestión. Es evidente que declarar la improcedencia de un despido nada tiene que ver con su prohibición, simplemente lo hace algo más oneroso para la empresa. Tan evidente como que nada hubiera costado explicitar que los despidos que se pretendieran fundamentar sobre las mismas causas que hubieran justificado la presentación de un expediente temporal de regulación de empleo debían ser anulados. Pero no se ha hecho y la consecuencia de esta indefinición es la disparidad de criterios exhibidos por los diferentes tribunales. Hasta la fecha, los juzgados sociales del Estado han dictado en primera instancia 29 sentencias que abordan la cuestión. En su inmensa mayoría, los juzgados han optado por declarar la improcedencia de los despidos analizados. Así ha sido en 23 ocasiones. La nulidad del despido ha sido la opción seguida por 3 juzgados y en otras 3 sentencias se han propuesto soluciones distintas: en un caso declarar el despido como ajustado a derecho porque la prohibición contravendría la legislación comunitaria y en dos ocasiones, por imponer sanciones adicionales al coste de la indemnización por despido improcedente para alcanzar el efecto disuasorio que, según estos magistrados, persigue la “prohibición” de despedir.

Y en la segunda instancia, tampoco encontramos mayor uniformidad de criterio. El primer tribunal superior de justicia en abordar el tema fue el de la Comunidad de Madrid. Su conclusión fue que estos despidos eran improcedentes por carecer de justificación, según la norma aprobada en marzo. Con posterioridad, en febrero de este mismo año, el que se pronunció fue el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. En esta ocasión, el despido se consideró nulo alegando que la improcedencia contraviene “la clara voluntad de legislador de impedir los despidos”. El último en sumarse a la lista ha sido el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que se alinea con la tesis del TSJM y declara el despido improcedente por el hecho de que “no se prevé por la norma excepcional una expresa prohibición de despedir”.

Interesantes votos particulares

Ni tan siquiera en el seno del propio TSJC existe un criterio único de valoración sobre la cuestión. Así lo demuestra que la sentencia incluya tres votos particulares discrepantes que suscriben hasta nueve magistrados del pleno de la sala social, donde se argumenta que los despidos por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción relacionadas con el COVID-19 deben ser declarados nulos. A criterio de los jueces disidentes respecto el sentir mayoritario, los despidos deben ser anulados porque de otro modo no se daría respuesta “al mandato imperativo e inexcusable en favor de las medidas de flexibilidad interna” favorecidas e impulsadas por el gobierno para evitar la destrucción de ocupación. Además, añaden que en este caso particular, donde la causa del despido era disciplinaria por disminución voluntaria del rendimiento sin aportar ninguna justificación que lo acreditara, el hecho de ocultar la afectación de la pandemia como causa real del despido vulneraba gravemente el derecho de defensa del trabajador afectado.

Desgraciadamente, cada vez es más evidente que la supuesta prohibición de despedir no ha conseguido disuadir a las empresas de anteponer la adopción de medidas temporales por delante del despido. Algo que muchos ya temíamos cuando comprobamos la imprecisión de la norma aprobada, su poca concreción y la falta de voluntad exhibida por el gobierno a la hora de corregir las dudas de los tribunales, sobre cómo aplicar una medida que ha resultado ser más efectiva para cosechar titulares grandilocuentes que para impedir la destrucción de puestos de trabajo.

Esperemos que el Tribunal Supremo resuelva pronto el recurso anunciado contra la sentencia del TSJC y establezca un criterio interpretativo que contribuya a paliar el actual galimatías hermenéutico. A nuestro entender, y en sintonía con el sentido del voto particular de la sentencia que emite el magistrado Joan Agustí Maragall el mencionado RD 9/2020, aunque imperfecto en su redacción, adquiere la condición de norma imperativa en su propósito de evitar que la reacción empresarial ante las dificultades de toda índole provocadas por la pandemia sea la extinción de puestos de trabaj. Se trata de una norma excepcional, de alcance temporal limitado e inserta en un contexto más amplio de medidas extraordinarias (incluidas ayudas económicas y exoneraciones de la obligación de pago de cuotas y otras aportaciones empresariales) que entendemos de obligado seguimiento. En este sentido, cabe recordar que nuestro ordenamiento jurídico señala que los actos contrarios a una norma imperativa comportan la plena nulidad del acto. Y esta nulidad no se materializa a través de la calificación de improcedencia del despido sin causa sino que únicamente se alcanza mediante la nulidad del propio despido.