Día Internacional de la Mujer

El 8 de marzo de 1857, las trabajadoras del sector textil en Nueva York salían a la calle para protestar por sus pésimas condiciones de trabajo. Más de 150 años después, la palabra precariedad se continúa conjugando en femenino.
En España, la mujer es una trabajadora de segunda. Una ciudadana de segunda que accede al mundo laboral desde la desigualdad y que se ve constantemente obligada a cargar con rémoras y losas forjadas en el menosprecio y el prejuicio. Cadenas que impiden avanzar. Nudos que atragantan. Nubes que enturbian el futuro. La condena de que precariedad sea, siga siendo, nombre de mujer.
La práctica totalidad de los indicadores estadísticos de que disponemos contribuyen a confeccionar un cuadro triste y descolorido de discriminación en el acceso a un empleo y retribución dignas para la inmensa mayoría de mujeres, constituidas a la fuerza en mano de obra barata, víctimas votivas de la creciente despreocupación del Estado respecto a su compromiso con el cuidado y la preservación de la dignidad de sus ciudadanos.
España es el segundo país de la UE con una tasa de paro femenino más elevado, situada en un doloroso 25%, y mantiene su brecha salarial en un injustificable 19%, por encima de la media del territorio comunitario. Mujeres sin trabajo, mujeres que siguen cobrando menos que los hombres realizando las mismas tareas.
Y España es también el Estado donde son mujeres las solicitantes del 94% de los permisos, excedencias y reducciones de jornada por cuidado de los hijos y del 85% de las licencias por cuidado de otros familiares. El país donde las mujeres desarrollan el 80% del trabajo a tiempo parcial y un 21% afirma hacerlo por compatibilizar el trabajo con las obligaciones domésticas y familiares frente a un 2% de los hombres que sostienen la misma afirmación. La feminización de los cuidados. La obligación de reducir la exposición a la actividad laboral para convertirse en cuidadoras de pequeños y grandes. Cuidadoras de los niños sin plazas en guarderías públicas y de las personas mayores que quizás morirá antes les reconozca que su estado físico requería de alguien que velara por él.
Trabajo temporal, jornadas parciales, la familia como carga, el hogar como obligación, salarios menores, techos de cristal, suelos pegajosos, pasillos estrechos y obstáculos a cada paso. De la escasa retribución del trabajo a la insuficiencia de las prestaciones sociales: el 90% de los hogares monoparentales en riesgo de pobreza están constituidas por una mujer y su hijo o hija; sólo el 17% de las mujeres en situación de desempleo cobran el paro. Pobreza también es nombre de mujer. Y una condena que persigue durante toda la vida. Llegado el momento de acceder a la jubilación, el maltrato de un acceso desigual a las oportunidades laborales vuelve a desplegar sus efectos más perversos: de las pensiones de jubilación contributivas, sólo el 36% corresponden a mujeres. Eso sí, más del 80% de las perceptoras de pensiones con un importe comprendidas entre los 350 y los 400 euros van a parar a las manos cansadas de las mujeres.
Pobreza y falta de oportunidades. Precariedad. Desigualdad. La identidad como condena y el género como pesada determinación socioeconómica. Esta es la realidad. La misma que durante un día merece portadas, discursos floridos, actos institucionales y compromisos baldíos por parte de quienes podrían hacer y no hacen y que se mantendrán vigentes el tiempo que tarde en apagarse el último eco de la última palabra.
El 8 de marzo no hay nada que celebrar. Pero no es momento tampoco de lamentarse.El 8 de marzo es un día de lucha y de renovación del compromiso con la denuncia incansable de una situación que nos avergüenza -que nos debería avergonyir- como sociedad.
Nuestra lucha se desarrolla diariamente en el ejercicio del Derecho y el fomento de modelos económicos y empresariales nacidos bajo el signo de la equidad. Pero hay frentes en todas partes. Sólo hay que abrir los ojos y encontrar lo que nos corresponde. La responsabilidad es de todos y todas.