En rechazo a la violencia y la represión

28 de Octubre de 2019

"El monopolio de esa violencia cualificada de legítima pertenece al Estado en la medida en que es la sociedad, el conjunto de las personas que la integramos, quienes lo confieren y otorgan [...] Pero esta cesión está condicionada a la razonable certeza de que el Estado hará siempre un uso proporcionado y limitado de la violencia, permanentemente fiscalizado para asegurar que su ejercicio se hace en todo momento de acuerdo a la legalidad y respetando escrupulosamente los derechos inalienables al ser humano y las libertades políticas de los ciudadanos"

Afirmaba Max Weber que el concepto de Estado se podía definir, en buena medida, como el de aquella comunidad que, asentada sobre un territorio, se arroga para sí misma el monopolio de la violencia física legítima, erigiéndose en la única fuente de derecho para esta violencia y vetando al resto de asociaciones e individuos su uso.

Por tanto, aceptando la tesis de Weber, existe una violencia legítima que lo es en la medida en que emana del Estado y tiene el respaldo y el amparo de la legalidad. Una violencia que se convierte en un instrumento del propio Estado para asentarse y reafirmarse en contraposición a la violencia ejercida por quienes no son el Estado, que debe ser reprimida y castigada.

Sin duda, sería interesante saber qué pensaría Weber de lo sucedido en las calles de numerosas ciudades de toda Cataluña a lo largo de los últimos días.

El monopolio de esa violencia cualificada de legítima pertenece al Estado en la medida en que es la sociedad, el conjunto de las personas que la integramos, quienes lo confieren y otorgan. Y esa decisión se adopta, básicamente, desde el convencimiento de que el libre uso de la violencia comporta más desventajas que ventajas. Pero esta cesión está condicionada a la razonable certeza de que el Estado hará siempre un uso proporcionado y limitado de la violencia, permanentemente fiscalizado para asegurar que su ejercicio se hace en todo momento de acuerdo a la legalidad y respetando escrupulosamente los derechos inalienables al ser humano y las libertades políticas de los ciudadanos. Y cuando no es así, cuando no existe ese respeto a los derechos ni se está sujeto a las leyes, el Estado quizás siga ostentando el monopolio de la violencia pero ya no desde la legitimidad sino únicamente como realidad fáctica. Es violencia porque se tiene la fuerza y la impunidad para imponerla. Nada más que eso. Y es entonces cuando se consuma la traición a la esperanza justificada de que el Estado sea capaz de desterrar la violencia y dejar en su lugar, únicamente, la fuerza.

Todos hemos visto cómo la violencia (“las violencias” quizás fuera una expresión más precisa) se apoderaba del libre ejercicio de manifestación y crítica de la ciudadanía de Cataluña y otros puntos del Estado en los que se ha salido a la calle para expresar su disconformidad con la sentencia del Procés, la solidaridad con los manifestantes catalanes o ambas cosas al mismo tiempo. Violencia ejercida por los manifestantes y activada contra elementos urbanos y las fuerzas policiales y, sobre todo, violencia perpetrada por los integrantes de estas fuerzas que tienen por objeto la preservación del orden y la convivencia. Violencias que, sin necesidad de caer en reduccionismos cómplices ni discursos maniqueos, resultan en ambos casos reprobables pero no son, eso seguro, equivalentes ni equiparables, como tampoco merece el mismo grado de reproche ni se deben hacer analogías simplistas e interesadas entre la violencia ejercida contra las objetos y la que afecta a la integridad física de las personas.

En el transcurso de unos pocos días, el equipo jurídico aglutinado en torno al dispositivo de Som Defensores, del que nuestra cooperativa forma parte, ha reportado 122 casos de posibles vulneraciones de derechos en relación a detenciones, identificaciones o agresiones por parte de integrantes de Mossos d’Esquadra y Policía Nacional; se han producido más de 200 detenciones y al menos 28 personas han ingresado en prisión; casi 600 personas han requerido de asistencia médica como consecuencia de la acción represiva de protestas y manifestaciones, de las cuales 4 han perdido un ojo a causa del impacto de las mismas balas de goma que el Parlament de Catalunya prohibió que fueran utilizadas en nuestras calles.

En Barcelona ha habido violencias, cierto, pero la balanza cae claramente del lado que ocupan las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, las mismas que debieran estar sujetas con mayor firmeza al imperio de la ley. Y ciertamente no parece que sea así. Nadie puede ignorar las imágenes que nos han transmitido los periodistas situados en primera línea (por cierto, entre los principales objetivos de la violencia policial) y la propia ciudadanía a través de las redes sociales. En 2019, la impunidad es más fácil de alcanzar que la invisibilidad. Está destinado al fracaso cualquier intento de negar que el uso de la fuerza por parte de las fuerzas policiales ha vulnerado de un modo evidente cualquier protocolo destinado a limitarla a lo estrictamente necesario para el restablecimiento del orden. Lejos de apaciguar o disuadir, las acciones policiales, teñidas de brutalidad en muchos casos, han alimentado el fuego de las hogueras que prendían por esquinas y calles; el mismo fuego de la rabia y la indignación de los manifestantes, provocando, o cuando menos contribuyendo, a desatar una espiral de disturbios y conflictos sujeta al peligroso principio de la acción-reacción.

Insistimos, las violencias son condenables. Sobre esta cuestión es mejor evitar siempre las trampas que tiende la proximidad. Pero que todas las violencias sean condenables no debe servir de excusa para hacer de todas ellas fenómenos comparables. La violencia que se ejerce desde la impunidad; la que se pretende legal y legítima, la que actúa imponiendo el peso de su fuerza y capacidad coercitiva, la que sustituye el deber de proporcionalidad y la que cuenta con el respaldo del discurso oficial y, en gran medida, también del mediático, es siempre una violencia más execrable y peligrosa que cualquier otro tipo de violencia posible.

La legitimidad de un Estado que, como sostenía Weber, tenga en el monopolio de la violencia su principal puntal es sin duda frágil. Especialmente cuando la ciudadanía empieza dudar de que este Estado haga un uso razonable y limitado de esta capacidad para obrar violentamente. Y en Cataluña hace ya mucho tiempo que existen razones para dudar de que las fuerzas policiales, autonómicas y estatales, hagan el uso de la violencia que como ciudadanos esperamos que hagan. Como hay razones para adivinar que este uso ilegal y desmedido cuenta con la aprobación tácita o explícita de las autoridades políticas y que, en todo caso, quedará completamente exenta de castigo o reprobación. Un Estado que desprecia el pacto de mutua y recíproca confianza que le une con su ciudadanía ya no es un estado legítimo, es una imposición.

Condenamos las violencias. Exigimos respeto al marco legal vigente y a las limitaciones que operan sobre las fuerzas y cuerpos policiales para prevenir el uso abusivo de la fuerza e impedir la violación de los derechos de ciudadanía.