25-N: no es violencia. Son violencias


Llegado el 25 de noviembre de cada año, la comunidad internacional celebra el Dia para la eliminación de la violencia contra las mujeres. No queremos, sin embargo, que la utilización del término violencia en su forma singular esconda o desvíe la atención de la existencia de una situación intolerable y dolorosa de convergencia sobre la figura de la mujer de múltiples y polifórmicas violencias, en plural.

La agresión física, la herida abierta, el puñetazo, los cardenales y las cicatrices, la piel dolorida, los huesos rotos, el miedo a volver a casa y las gafas de sol que esconden las señales de la brutalidad sufrida constituyen, probablemente, la materialización más extrema y visible del ejercicio de la violencia sobre la mujer, junto con las cifras de asesinatos que llenan los informativos y azotan nuestra conciencia como integrantes de una sociedad incapaz de erradicar la alienación salvaje e impuesta de la mujer respecto a su propia dignidad.

Esta realidad resulta tan desgarradora que resulta fácil arrinconar en los márgenes de la percepción y en los rincones más polvorientos de la conciencia el resto de encarnaciones de la violencia, que, siendo menos evidentes, se convierten en elementos de reclusión, desprecio y castigo que reducen de forma inapelable a la mujer a la condición de rehén y ciudadana de segunda en todo el mundo.

Son expresiones de violencia las variadas formas de desigualdad económica que, en última instancia, suponen cuestionar desde la raíz más profunda y esencial la condición de la mujer como sujeto de idénticos derechos que los hombres.

Es fruto de la violencia que tengamos que recordar que a idéntico trabajo corresponde idéntico salario, y que constatemos año tras año que las pensiones de las jubiladas equivalen, de media, a poco más de la mitad que las pensiones de los hombres, negando el derecho de la mujer a una senectud de necesidades básicas garantizadas y el mínimo de autonomía que resulta exigible por el mero hecho de respirar y seguir vivas. Hay violencia en la forma como pervive la precariedad como constante en la experiencia laboral de la mujer y en el acceso al derecho al trabajo. La violencia de ser trabajadoras de segunda sacrificadas al servicio del gran capital y su insaciable hambre de beneficios; ciudadanas de segunda; beneficiarias de segunda de la acción protectora del Estado, que, por el contrario, transforma a la mujer en titular y responsable, ahora sí de primera, de aquellas obligaciones hacia las personas más débiles sobre las que ya no tiene interés en prolongar su deber de tutela. La violencia del rol de cuidadora impuesto; la violencia de las cifras que indican que el sacrificio de la vida laboral para cuidar de los más desvalidos es un peso con el que casi siempre cargan las espaldas de las mujeres.

Es la violencia la que nos obliga a recordar cosas tan sencillas como que el significado de “no” continúa siendo “no” en cualquier circunstancia, y que nuestro cuerpo no tiene ningún otro dueño que nuestra propia voluntad y deseo.

Es violento el discurso cosificador de la mujer que emerge de determinadas estructuras y discursos que a través de los medios de comunicación y el aparato cultural actúan imponiendo roles, construyendo estereotipos, invisibilizando si conviene, simplificando casi siempre. Discursos que contienen en sí mismos una violencia simbólica que desactiva y sabotea el tránsito de la mujer hacia un verdadero empoderamiento.

Son violentos los techos de cristal.

Es violento el corte profundo que pretende escindirnos de nuestra propia sexualidad, imponiendo formas de sentir y disfrutar, cuestionando con espíritu de propietario todo lo que consiga escapar a la tiránica ambición normalizadora del patriarcado.

La violencia de la maternidad que deja de ser opción, deseo y legítima aspiración y se transforma en imposición, soberanía sobre el propio cuerpo, responsabilidad no compartida y camino solitario.

El rostro de la violencia es el de las muchas mujeres encarceladas en las categorías de exclusión social y especial vulnerabilidad como consecuencia del deficiente acceso a los recursos económicos y, en cambio, encontrar pocas instaladas en los centros de poder y decisión desde donde emanan las directrices del ordenamiento socioeconómico.

Es violencia. Atávica, sistémica, estructural. Sinrazón mal disimulada que transforma el hecho de ser mujer en condena.

Son violencias, no violencia. Y no podemos aspirar a subvertir esta situación fiando en exclusiva nuestro futuro incierto a reformas legislativas por mucho que sean bienvenidas si consiguen aliviar en cualquier grado el dantesco escenario de degradación cotidiana, sutil o evidente, de millones de mujeres en todo el mundo. No transformaremos el presente ni pondremos cimientos sólidos al futuro de la mujer si no es implicándonos todos, como personas e integrantes de colectividades sociales, en la adquisición y la construcción de una verdadera y profunda conciencia crítica que nos lleve a rebelarnos ante la violencia. Ante las violencias, sea cual sea su expresión.

Hoy, 25-N, desde el Colectivo Ronda, unimos nuestra voz a la del mundo. Mañana, seguiremos luchando para hacer de esta situación de confluencia de violencias el triste recuerdo de un triste pasado.

La agresión física, la herida abierta, el puñetazo, los cardenales y las cicatrices, la piel dolorida, los huesos rotos, el miedo a volver a casa y las gafas de sol que esconden las señales de la brutalidad sufrida constituyen, probablemente, la materialización más extrema y visible del ejercicio de la violencia sobre la mujer, junto con las cifras de asesinatos que llenan los informativos y azotan nuestra conciencia como integrantes de una sociedad incapaz de erradicar la alienación salvaje e impuesta de la mujer respecto a su propia dignidad.

Esta realidad resulta tan desgarradora que resulta fácil arrinconar en los márgenes de la percepción y en los rincones más polvorientos de la conciencia el resto de encarnaciones de la violencia, que, siendo menos evidentes, se convierten en elementos de reclusión, desprecio y castigo que reducen de forma inapelable a la mujer a la condición de rehén y ciudadana de segunda en todo el mundo.

Son expresiones de violencia las variadas formas de desigualdad económica que, en última instancia, suponen cuestionar desde la raíz más profunda y esencial la condición de la mujer como sujeto de idénticos derechos que los hombres.

Es fruto de la violencia que tengamos que recordar que a idéntico trabajo corresponde idéntico salario, y que constatemos año tras año que las pensiones de las jubiladas equivalen, de media, a poco más de la mitad que las pensiones de los hombres, negando el derecho de la mujer a una senectud de necesidades básicas garantizadas y el mínimo de autonomía que resulta exigible por el mero hecho de respirar y seguir vivas. Hay violencia en la forma como pervive la precariedad como constante en la experiencia laboral de la mujer y en el acceso al derecho al trabajo. La violencia de ser trabajadoras de segunda sacrificadas al servicio del gran capital y su insaciable hambre de beneficios; ciudadanas de segunda; beneficiarias de segunda de la acción protectora del Estado, que, por el contrario, transforma a la mujer en titular y responsable, ahora sí de primera, de aquellas obligaciones hacia las personas más débiles sobre las que ya no tiene interés en prolongar su deber de tutela. La violencia del rol de cuidadora impuesto; la violencia de las cifras que indican que el sacrificio de la vida laboral para cuidar de los más desvalidos es un peso con el que casi siempre cargan las espaldas de las mujeres.

Es la violencia la que nos obliga a recordar cosas tan sencillas como que el significado de “no” continúa siendo “no” en cualquier circunstancia, y que nuestro cuerpo no tiene ningún otro dueño que nuestra propia voluntad y deseo.

Es violento el discurso cosificador de la mujer que emerge de determinadas estructuras y discursos que a través de los medios de comunicación y el aparato cultural actúan imponiendo roles, construyendo estereotipos, invisibilizando si conviene, simplificando casi siempre. Discursos que contienen en sí mismos una violencia simbólica que desactiva y sabotea el tránsito de la mujer hacia un verdadero empoderamiento.

Son violentos los techos de cristal.

Es violento el corte profundo que pretende escindirnos de nuestra propia sexualidad, imponiendo formas de sentir y disfrutar, cuestionando con espíritu de propietario todo lo que consiga escapar a la tiránica ambición normalizadora del patriarcado.

La violencia de la maternidad que deja de ser opción, deseo y legítima aspiración y se transforma en imposición, soberanía sobre el propio cuerpo, responsabilidad no compartida y camino solitario.

El rostro de la violencia es el de las muchas mujeres encarceladas en las categorías de exclusión social y especial vulnerabilidad como consecuencia del deficiente acceso a los recursos económicos y, en cambio, encontrar pocas instaladas en los centros de poder y decisión desde donde emanan las directrices del ordenamiento socioeconómico.

Es violencia. Atávica, sistémica, estructural. Sinrazón mal disimulada que transforma el hecho de ser mujer en condena.

Son violencias, no violencia. Y no podemos aspirar a subvertir esta situación fiando en exclusiva nuestro futuro incierto a reformas legislativas por mucho que sean bienvenidas si consiguen aliviar en cualquier grado el dantesco escenario de degradación cotidiana, sutil o evidente, de millones de mujeres en todo el mundo. No transformaremos el presente ni pondremos cimientos sólidos al futuro de la mujer si no es implicándonos todos, como personas e integrantes de colectividades sociales, en la adquisición y la construcción de una verdadera y profunda conciencia crítica que nos lleve a rebelarnos ante la violencia. Ante las violencias, sea cual sea su expresión.

Hoy, 25-N, desde el Colectivo Ronda, unimos nuestra voz a la del mundo. Mañana, seguiremos luchando para hacer de esta situación de confluencia de violencias el triste recuerdo de un triste pasado.